Y no es que esté siendo yo pesimista, soy realista. Esta mañana me dirigía a imprimir un reportaje en hojas tamaño tabloide en un local frente a mi Casa de Estudios. Pues bien, después de esperar un rato a que atendieran a los demás, con toda la pereza del mundo el dependiente del local me dijo: “se me terminaron las hojas tabloide, vas a tener que comprarlas en la librería y regresar”. Así fue. Compré las hojas y cuando vio lo que había comprado me dijo esta vez: “en ese material no imprimimos”. Me di la vuelta con la misma cara que pone Marta Colomina cuando le mencionan a Chávez y me fui caminando hasta llegar a un hueco donde sí imprimían.
A todas estas le doy las hojas tabloide que había comprado al muchacho que atiende. Cuando estuvo impreso mi trabajo me dijo: “son 24 Bs”. Con cara de desconcierto le pregunté: “¡¿no vas a rebajar el precio aún cuando fui yo quien te traje las hojas?!”, y el muy cínico se limitó a contestar: “No, las hojas no valen nada. Para la próxima te hago rebaja”. Con una cara de picada que no era normal me salí de esa caja de fósforos, continué caminando mientras el ardiente sol quemaba mis hombros y calentaba mucho más el tope de mi cabeza.
En tanto pisaba el desnivelado suelo iba dándome cuenta de que ese hijo de su “Pink Floyd” (como decía mi amado Adal Ramones) se quedó con mis hojas e igual me cobró completo de la manera más deshonesta y descarada; y que además por causa del enojo súbito que entró en mí, la mente se me nubló permitiéndome pensar en frio y darme cuenta que debí reclamar ya cuando estaba montada dentro del autobús rumbo a mi casa.
Por si fuera poco, dentro del hediondo y destartalado autobús que chirriaba sus ruedas al pasar por el elevado, entró en una de sus múltiples paradas un viejito dando lástima y pidiendo una ‘colaboración’.
No voy a contar todo el historial de las veces que me hanexprimido el bolsillo, pues no tendría para cuando terminar y estoy segura que a ti que lees también te ha pasado infinidades de veces. Sin embargo, quiero recordar un diciembre que estaba en la fila de uno de los cafetines de la universidad. No sé si en otros países lo hacen pero aquí en Venezuela todos los negocios colocan un ‘pote’ para recolectar propinas de aguinaldos. Cuando me atiende la cajera y le extiendo la mano para recibir mi vuelto me grita de la manera más grotezca y ordinaria que tiene el maracucho para hablar: “Ey catira dale los dos mil bolos pa’l pote veeee”; yo la miré con cara de pocos amigos y le dije: “no puedo, ese cambio es para irme en carrito”, y la muy descarada me respondió con tono molesto: “¡Ay qué molleja vos si sois! ¡te vais a empobrecer!”.
No es por no ayudar, no es por no dar una propina, no es porque nos convirtamos en personas mezquinas, sino que en todos lados es increíble la cantidad de gente que pide y pide dinero. Tendríamos que salir con un saco de monedas y billetes de baja denominación sólo para dar propinas y ayudas a los que se paran en los semáforos, a los que cuidan los estacionamientos, a los dependientes de las tiendas, a los que se montan en los buses, en fin, toda una sociedad de gente hambrienta de unos centavos que unos se gastan en comida y otros en vicios y adicciones.
Este día mi cartera quedó llorando, pues no sólo me estafó un deshonesto más del montón sino que la abundante pobreza se hace presente a donde quiera que vamos, sin darnos cuenta que también estamos siendo arrastrado hacia ella, no sólo por lo cara que está la vida a medida que transcurren los días sino que nunca falta un vivaracho que quiere pasarse de listo y nos jode, pero mucho peor actuamos nosotros en dejar pasar tantas y tantas acciones de gente que sólo se aprovecha de nuestra buena voluntad.
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