Con 16 años y 19 puntos de promedio, mis padres contemplaron orgullosamnte cómo su hija mayor obtenía un cupo en el primer listado de nuevos ingresos a una de las universidades con más renombre tanto regional como nacionalmente, para estudiar la compleja y tediosa carrera de ingeniería química.
Recuerdo que en mi primer día me sentía totalmente desorientada, y no precisamente porque no supiera la ubicación de las aulas de clase, sino porque después del árduo esfuerzo que me llevó poder entrar y estar donde estaba, empecé a cuestionarme cuál era el propósito de haber optado por una carrera que ni siquiera sabía para qué servía.
Igual que un ciego sin rumbo fijo, terminé por caer en un hueco profundo cuya única posibilidad de escape era cavar hacia otro lado, a ver si tenía la suerte de encontrar una luz más potente que la que me había incandilado y hecho escoger la ingeniería.
Poco a poco me daba cuenta cómo aquellos que sí estaban claros e iban hacia el norte, pasaban a mi lado a paso de liebre, y empecé a desesperar, así que decidí irme entonces con mucho cuidado.
Hoy día los papeles se han invertido. Ahora soy yo quien ve ciegos gateando a mi alrededor, tratando de encontrar razones y muletillas suficientes qué apoyarse para continuar un camino borrascoso que no les corresponde.
Es muy cierto que no hay que darse por vencido si uno no ve pronto la luz en el camino, pero cuando la luz te incandila, cegando tu vista, hay que saber apartarse a tiempo antes de quedarse invidentes para siempre.
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